Thursday, March 31, 2005

 

Sobre fúnebres y recordatorios

Hoy estuve bastante tiempo manejando en la calle y se me cruzaron tres coches fúnebres con sus respectivos dolientes seguidores. Siempre tuve ganas de instalarme detrás del primero, machacarlo a luces y bocinazos y cuando ya lo considere suficiente, ponerme al lado adjuntándole una honrosa puteada del tipo "La concha de tu madre, forro, que estás, paseando?. Habría que tomarlo, si quieren, cómo un fetiche personal. O cómo un amo devenido del odio. Amo putear coches fúnebres. La personas que circulan en este tipo de vehículos son, sin dudas, gente muy extraña. En general son narigones. Pero no de nariz grande, sino más bien delgada, larga y ajetreada. Algunos falsos escritores adorarían denominarla "aguileña" aunque yo odio ese término. Por supuesto, permítanme dejar para otro post el porqué de mi negativa. Solitarios, ninguno de nosotros vislumbra conscientemente la verdad de que este peculiar personaje literalmente lleva un muerto encima. Y no cualquiera se animaría a hacerlo. Yo, sin embargo, me arriesgaría. Y no por valentón. Uno de mis puntos débiles son los muertos. Es harto conocido que en general siempre vuelven y no cómo los conocimos...siempre vuelven con mensajes extraños, no se les entiende que quieren y siempre piensan que para uno es muy común verlos. Entonces si no le prestás atención se enojan. Y que feo que se te enoje un muerto. Por eso, decía, no es de corajudo que me gustaría. Es mi deseo andar en un coche fúnebre únicamente por el que dirán. Entonces las hermosas señoritas de recoleta comentarían entre ellas recatadas, "mirá Debby...ahí va él llevando un muerto de nuevo. Cómo me gusta con ese lúgubre trajecito negro penumbra, esa cara de nada resuelta en esas ojeras de hombre neutro, labios lánguidos y uniformes. Dicen que si te acercás mucho...te congela la sangre con sus ojos profundamente vulgares. Los que tuvieron la chance de sorprenderlo fuera del auto aducen que es tan delgado que muy factiblemente se disuelve en el asiento". Es el personaje que nadie quiere conocer. Es más, no sé de ninguna persona que pueda asegurarme que conoce íntimamente a un cochero funesto. Cómo si fuesen una raza aparte, aislados del mundo solo se presentan cuando sucede algún funesto. Otra cuestión. Tengo un miedo que resulta contradictorio; un morbo. Cómo cuando no puedo dejar de mirar las fábricas vacías en la ruta a la noche a pesar de que me estremecen. Desde siempre, no puedo escapar a leer los fúnebres. En realidad, lo que no puedo dejar de hacer es inmiscuirme en los recordatorios. Para que un recordatorio sea bueno tiene que ser altamente sentimental, y por supuesto, decorar con la edad del fallecido. Cuando más joven, más morbo. En los cementerios solo me acerco a los que tienen la fotito. Desecho de mi interés a todas las personas fallecidas después de los cuarenta años.
A mi me parece que cuando uno se muere puede elegir otro camino. Seguramente lo tienen todo narrado, con todos los finales posibles. Entonces, cómo si fuera un “elige tu propia aventura”, uno llega al edén y empieza a elegir desde donde tiene ganas. Por ejemplo, me morí a los cincuenta y cuatro, pero a los treinta y dos opté por un camino que ahora quiero cambiar. Estaba en un partido de fútbol y en una jugada de gol en la que me iba solo, tenía la opción de “largarla” a un compañero que venía mejor perfilado o “pegarle al arco”. En mi primer elección le pegué al arco, fue gol, pero me desgarré y nunca más pude recuperarme del todo. Ahora, entonces, ya muerto elijo la primera, me manda a la página 10.456 y vuelvo directamente a ese momento(si la vida y la muerte se desenvolviera de esta forma, seguramente el libro de “elige tu propia aventura” sería un poco más grande que el que conocemos. Vendría por tomos y habría que hacer una cola tremenda para llegar a pedirlo). Obviamente, en el caótico regreso a la vida me olvido que morí hace un rato por lo cual, puedo seguir cómo si nada. Lo burlonamente cruel sería que a pesar de “largarla” y que la jugada termine en gol de mi compañero, me desgarre en el salto del festejo. Es el destino en una tragedia griega. Los libros están guardados y altamente custodiados por almas divinas que no entran en el juego. Por ejemplo, Hendrix. O cualquier famoso. Los famosos no juegan. Vienen, eligen, mueren y se van para no volver más. Tienen una sola chance porqué saben que van a saber famosos de ante mano. Entonces te toca de librero el famoso que tenga tu inicial de apellido. O sea, si tu inicial es la V, puede tocarte tanto Van Basten cómo Verni. Yo, por las dudas, espero que Alan Faena viva lo máximo posible.

Thursday, March 24, 2005

 

Elvis y el metafísico

Sin embargo, casi siempre lleva el ceño fruncido. Cómo si fuera su insignia. Resigna tanto tiempo de su existencia a esta figura, que ya se le han precipitado desinhibidos dos profundos surcos en medio de la frente, al comienzo de la nariz. Al menos a mi, y muy a pesar de su peculiar excentricidad, desde un principio me cayó bien. Nos presentaron no hace mucho tiempo en una fiesta de disfraces y debo confesar que su atuendo era el que más resaltaba. Vestía de empanada, pero no de una simple empanada, era la empanada de “solo empanadas”. Caminó hacia mi zanjando el núcleo de gente con la tranquilidad de una persona confiada de si misma. Saludando a cada paso, levantando su graciosa mano enguantada. “Me lo chafé de mi ex laburo, me gusta quedarme con algún souvenir cada vez que me echan”, me confesó lo más cerca del oído que su traje pudo permitirle, y al instante ya se había esfumado. Cuando lo divisé nuevamente bajaba las escaleras en calzoncillos, patillas y un jopo al mejor estilo Elvis. Envuelto en aplausos, arriesgué preguntar al que tenía más cerca el porqué de aquella actitud... “Lo que pasa es que es metafísico”, respondió serio y austero. Aunque no lo crean, y al comprobar lo grotesco de la situación, era la explicación más me cerraba en ese momento. Hasta llegó a parecerme lo bastante lógica y medida cómo para incorporarme y aplaudir también. Al tiempo ya nos encontrábamos seguido, obviamente, siempre bajo el ala de alguna excusa anormal. Su nombre es Héctor Galarza, amante de Elvis y la metafísica.
Cree fervorosamente en la reencarnación, y aunque todavía no ha podido dilucidar quien fue él en una vida pasada, posee algún indicio. En un tiempo, un chamán metafísico intentó amedrentarlo con la idea de que había sido solo un ignorado poblador Europeo. Héctor deshecho este agravio aludiendo a la verdad única de que él jamás podría haber sido un poblador Europeo. Sentía en su alma la sangre indígena, dolor y sufrimiento. Y para apoyar aún más este ambicioso pronostico, muestra orgulloso en su tobillo una amorfa mancha de nacimiento, en la cual para él, sin lugar a dudas, se ve la imagen de un oso americano rojo cazado por dos indios sedentarios que ríen con el trofeo. Héctor también cree que Elvis a reencarnado en un Taunus Ghía. Descorazonado lo busca incansable en cualquier calle de Buenos Aires. Caminando un Domingo, y mientras discurríamos en banalidades, súbitamente emprendió una desesperada carrera gritando y profesando tantos delirios que la gente atemorizada se hacía a un lado. Lo alcancé tres cuadras más adelante, exhausto y con los ojos desorbitados... “Era Elvis...te lo juro...era Elvis”... “Quien?”, pregunté incrédulo, “El Taunus bordó...me di cuenta por cómo sacaba el humo del caño”. Esa fue la última vez que se refirió a la reencarnación de Elvis. Por momentos, y en muy contadas ocasiones, puedo sorprenderlo pispiando algún Taunus. Enseguida, sin embargo, prefiere relajarse nuevamente en sus pensamientos.
La noche de su cumpleaños me llamó alarmado solicitándome encarecidamente que fuera a su casa de manera inmediata. Por el tono de voz lo noté preocupado. Cuando llegué, me abrió la puerta con su mejor calzoncillo, un slip rosa “bebé” que solo usaba en ocasiones especiales. También llevaba las patillas y el pelo más engominado que de costumbre, cómo si se preparara para una fiesta. “Pasá...pasá, tengo que contarte algo”. En su relato, no ahorró lujo en detalles. Comenzó su monólogo recordándome que siempre, para el día de su cumpleaños, se “manda” un viaje astral. Esto para él es cómo un regalito personal. Y lo que había ocurrido hace instantes lo rememoraría por siempre. Al parecer, y mientras su yo sixtudimensional se divertía cabalgando en unicornio por sobre las múltiples variaciones ecuatoriales, se le apareció el mismísimo diablo. Amotinado en su reino de penumbras, Lucifer no tuvo mejor idea que interrumpir su elixir para amordazarlo con especulaciones. “Héctor...así que Héctor el matafísico”... “Si...ese soy yo”, susurró tímidamente Héctor. “Decime algo, Héctor el metafísico, crees en el infierno?... “No...”, rebatió, y confiado desembocó en el razonamiento, “Yo creo en la reencarnación y en la mejora del alma a partir del conocimiento que nos proporciona las infinitas vidas”. “Pero Héctor, explicame que peor infierno hay que vivir eternamente?”. Cuando terminó de relatarme la vivencia, palideció cómo si todavía la estuviese encarnando. “Entendés?...entendés lo que esto significa?”... “Algo”, respondí intentando acompañarlo en la aventura, “Cómo algo???...no entendés?...estamos rodeados, nos tienen cercados!!..el diablo también es sofista!”. Me propuse sofocar un poco su excitación alejándolo de su infausto, e insistiendo en que interprete dos sueños recurrentes que hace tiempo hostigaban mi descanso. Héctor adora interpretar sueños, se sabe un erudito en el tema, y no miente en aclarar que todo lo aprendido es gracias a su maestro Yosef. Fue él quien abrió su mente a los parámetros del inconsciente. En el primero, le conté, me encuentro en un partido de fútbol, pero todavía no ha empezado. Están los jugadores, la pelota, el referí y el estado del césped es óptimo. Sin embargo, a mi siempre me falta algo. Ya sea una media, un botín o una canillera. En muchas ocasiones, por ejemplo, también me resulta trabajoso el solo hecho de atarme los cordones. Cuando por fin estoy listo, y todo está dispuesto para que la pelota comience a rodar, se termina el sueño. En el segundo, estoy solo, en una habitación blanca con un teléfono. Intento marcar la característica cinco, ocho, dos, pero cuando ya pulsé el ocho y quiero hacerlo con el dos, nunca logro darle. Cómo por arte de magia el dedo se dirige al tres, al cuatro o al nueve. Cómo si estuviese encerrado en un enigma magnético. Al terminar, Héctor, que imperturbable había escuchado atentamente cada detalle, se desplomó abatido en el sillón de pana y juntó sus dos manos contra la boca cómo si estuviese rezando. Sus ojos me embistieron inescrupulosos y lentamente frunció el ceño. “Coitos interruptus” injirió indubitable al tiempo que relajándose abandonaba la actitud de rezo y rascaba su ingle por debajo del slip.

Thursday, March 17, 2005

 

Ira

“Cuando Eric Cantoná, jugador del Manchester United en ese momento, asestó una terrible patada voladora en la nariz de un estupefacto espectador”, dictaminó Pablo regocijándose con el recuerdo. Pero no. No podría incluir este hecho en la lista de “amos”. Seguramente el psicoanalista lo enmarañaría con sus propias palabras y descubriría con severidad la contradicción de su espontaneidad. “Un “amo” no debe provenir de un efecto del “odio”…el “amo” debe ser la extensión de una acción para el bien”, le aclararía el insignificante terapeuta, aún sabiendo que Pablo ya lo supondría. Quizás podría inventar una nueva lista, la lista de los odios “devenidos” en “amos”. Este pensamiento reconfortó a Pablo, quien sonrió astutamente distinguiendo la vulgaridad del juego.
Seis días después de la última sesión en la que el psicólogo sugirió que confeccionara las listas, enumerando las situaciones o momentos positivos y negativos que su vida haya experimentado, Pablo ya tenía ochenta y cuatro “odios”. Sin embargo, a minutos del nuevo encuentro, y encasillado en un tráfico feroz hacia el centro, no alcanzaba todavía manifestar ningún “amo”. Por lo menos, ninguno que lo satisfaga. Tenía el recuerdo, por ejemplo, del nacimiento de su sobrino, un día que supondría feliz para cualquiera. Pero Pablo no lograba quitarse la imagen de aquella regordeta enfermera que con un tono de voz irritante profesaba reglas y comportamientos al tiempo que chancleteaba por los pasillos del sanatorio. Era imposible no asociar al niño con esa impresentable persona que escupía cuando hablaba. “Ese es el problema”, pensó “...debería poder positivizar las cuestiones...tener el poder para seccionar los sucesos y convertirlos en únicos e irrepetibles”. Esta ansiosa reflexión, sin embargo, escapaba a la verdad de que Pablo era hábilmente capaz de convertir un “odio” en un “amo” y conseguir de esta forma la liviandad y seguridad que le produciría intuir que en lo más profundo de su ser continuaba odiando aquello que amaba. Se detuvo por enésima vez en un semáforo. Por la ventana del vehículo observó cómo cinco mentecatos de unos doce o trece años correteaban y reían sin razón alguna, cómo si hubiesen dedicado al mundo una espléndida travesura. Tomó la lista de “odios” que había depositado en el asiento del acompañante y escribió serenamente. “85- Odio las banditas de nenes de 12 años, creen que son muy piolas, van por la vida pensando que lo que hacen es muy inteligente y pícaro, sin darse cuenta de la deformidad que los otros notamos en su crecimiento, sin advertir lo débil que se ven cuando tienen la cabeza más grande que el cuerpo y un pie más chico que el otro”. Lentamente la presión de no encontrar un “amo” comenzó a asfixiarlo a medida que se acercaba a su destino. Sintió lástima de si mismo al verse cómo un crío frente al maestro ensayando una excusa inútil. Era imperioso divisar alguno lo antes posible. En vano releyó sus “odios” para comprobar si existía la posibilidad de transformar alguno y que pasara por un “amo”. Imposible. “12- Odio la gente que cuando llueve y tiene paraguas camina por debajo de los techitos”, “33- Odio los semi-pelados que dejan su pelo largo y se hacen colita, son inconformistas”. Súbitamente recordó que le gustaban mucho los ponys... “eso...los ponys siempre son tan dóciles y...”, un limpiavidrios callejero se abalanzó sobre el auto al tiempo que desistía de la tenaz negativa de Pablo para que no lo hiciera. “Che che...te dije que no, sos sordo?... “ehhh loco unas monedas nada más yo no te falté el respeto...peor si te estuviera robando”... “Querés monedas tomá, tomá”, replicó Pablo mientras enfurecido lanzaba un billete de cinco pesos a los pies del limpiavidrios... “...ahí tenés billetes, pero no me jodas, no me toques el vidrio”. Hubiera preferido que le robe. Por lo menos eso habría sido más digno para Pablo. Ni por un instante dudó en adherirlo a la lista de “odios”, su mísera existencia no lo merecía. Arrancó intempestivo sin siquiera mirarlo. “En que estaba?...mi “amo”...ah! si...los ponys...no, que ponys ni que ponys...”. Alguna vez creyó que le gustaban los ponys. Luego, no pudo dilucidar una cuestión que al descubrirla fue atormentándolo poco a poco. Los ponys eran caballos enanos o una raza al margen que llamaron ponys?. El hecho es que si fueran caballos enanos, porqué la necesidad de llamarlos ponys?. A los seres humanos que son enanos los llaman enanos, no les dicen “fofis”, la desgracia de ser un enano no quita la veracidad única de que finalmente pertenecen a la raza humana. Algo intentaban encubrir al llamarlos ponys y no caballos enanos, y hasta no poder descifrar este incoherente enigma era lógicamente inadmisible que constaran en la lista de “amos”. Estacionó el auto y caminó pocas cuadras hasta el sombrío y antiguo edificio. Prefirió subir por escaleras los dos pisos, ya que fueron interminables los eternos segundos que un decrépito anciano desperdició al intentar abrir la puerta del ascensor. Ni en sus sueños imaginaba lo fastidioso que hubiese sido, que en algún momento, aquel hombre disparara la idea de dirigirle la palabra para un seguro comentario intrascendente. Antes de llamar a la puerta, Pablo contempló sigiloso la única lista que traía en mano. Destapó el capuchón de la birome, y esta vez vencido ensayó una última línea. “86- Odio la inexistente lista de “amos”.

Thursday, March 10, 2005

 

Avaricia

Yo no apostaría al idealista. Ni siquiera despilfarraría unas monedas en él. El idealista es esclavo de sus ideas, sucumbe ante ellas. Se convierte en un ser torpe, pesado, falto de toda agilidad y soltura, impregnado en un esencia maloliente y caduca. Un mármol viviente. El ideal lo encapsula en la teoría, lo engaña y lo engendra nuevamente manteniéndolo en un desarrollo medido, austero, limitando su existencia a un capricho. El ideal ególatra, entonces, principio y fin en si mismo, transformado en una nube asfixiante para un ensombrecido individuo, exige cada vez más y devuelve cada vez menos. Por mi parte, yo prefiero a los que hacen el amor en los cementerios. Por eso le voy al contradictorio, es instintivo. Tiendo a confiar más en el que se contradice que en el idealista. Descarto, es más humano el contradictorio, el que hoy dice blanco y mañana negro, porqué en ese defecto radica la liviandad, la libertad. Es esa ingenuidad y desfachatez la que puede contra cualquier reclamo, reparo o duda. Es ese, el vuelo de un águila que con su intento desinteresado, difícilmente pueda ser alcanzada o igualada. El ser es sumamente caótico para una verdad uniforme, para una perfección pre-diseñada. Difícil es, sin embargo, rendirse ante la tentación de aparecerse irresoluto...en muchos lugares, de hecho, esta muy mal visto.
En una fábrica perdida en la inmediaciones de Chacarita, cohabitan dos especimenes en extremo particulares. La mayoría puede asegurar que son conocidos en el ambiente cómo Raúl “el bueno” Molina y Francisco “halagador de bondades” Tarico. Comentan los arriesgados que “el bueno” Molina gusta llamarse a si mismo una persona dadivosa. Y logró hacer de su generosidad un arte inimitable. Cómo su escueta sensibilidad no le permite ir por la vida regalando asombros, se hizo de un compañero, que cual secuaz del bien, festeja desopilante toda su filantropía. Entonces, es muy común que si “el bueno” decide entregar algo, instantáneamente lo sorprenderá el “halagador de bondades”, que cómo un fantasma detrás, le indicará minuciosamente la bondad que “el bueno” acaba de adjudicarle. “Te salvé negro...le dije al jefe que la cagada la hice yo”, confiere “el bueno” a su víctima...acto seguido, “que hijo de p... cómo te salvó este!”, el “halagador de bondades” se hace presente para testificar la bondad magnánima, para aclarar, sin ataduras, que ha sido escogido beneficiario de un suceso único...y que sin lugar a dudas desde ese mismo instante quedará ligado a “el bueno” para siempre. Ya no podrá jamás siquiera dudar que “el bueno” está por encima de todo y de todos, porqué ha sido rociado infinitamente por la santidad de su milagroso dedo. Sin embargo, “el bueno” Molina tiene un costado oscuro que “el halagador de bondades” Tarico no imagina ni en su peor pesadilla. Es muy común que, cuando “el bueno” logra escaparle...cuando por un momento puede desligarse de esa relación ya casi enfermiza, entonces saque a flote su cordialidad más reservada...misteriosa, casi diría exotérica. Se escabulle sigiloso en los suburbios, esperando que la oportunidad se desprenda, y cuando esta es atrapada desprevenida, la acecha cómo un animal carroñero.“María...querés milanesa napolitana?, ofrece a una compañera. “Si!...a ver...”, “bueno...pero tenés que comer de mi tenedor...”. “Julio...querés que te ayude con el mantenimiento?”... “Si!...a ver”, “bueno...pero me tenés que mostrar las fotos de tu familia...”. La gente contrariada, en general deshecha toda posibilidad de rendirse ante sus exigencias, desconfiando del lúgubre enigma. Entonces, dañado en lo más profundo de su indulgencia, “el bueno” suele refugiarse bajo el ala de el “halagador de bondades”, que feliz de encontrarlo nuevamente pregunta... “Que hace Raúl??...donde estabas, que hacías?, “Mendigando!, Francisco, que voy a estar haciendo?. Y estallan en risas.

Tuesday, March 01, 2005

 

Gula

“Lo que Carla Pimentel nunca pudo, es valorar sentimentalmente las cosas”, ratificaron sencillamente. Y así, Carla Pimentel quedó en la nebulosa de la gente sin alma ni corazón…perdida en el elixir de la vulgaridad. En mi forma de ver las cosas, estuvieron un poco exagerados, y si la hubiesen conocido más internamente, de seguro la perdonarían. Esto, puedo aseverarlo solo porqué son Católicos Apostólicos Romanos enarbolados en los estandartes de la piedad. De otra forma, o bien, de mi forma, la hubieran degollado y lanzado viva a los tiburones. Carla Pimentel era una chica de 12 años lo suficientemente fea cómo para espantar al Papa y a Rabí Netanyanuh juntos. Negra, gorda y sucia (en los pliegos del cuello siempre juntaba mugre, al igual que Verónica Lozano, otra sucia que siempre anda en patas). Sumado al rechazo de los chicos, encima cargaba con todos los dotes de una gran ignorante. En la primaria muy poca gente se le acercaba, de vez en cuando quizás algún aventurero osaba aproximarse lo indefectiblemente necesario para sacarle algún provecho. Pedirle un lápiz, un borratintas o un papel glacé, objetos obviamente jamás devueltos, fueron los favores más comunes. Creo haber sido el único, que sin intención (por lo menos material), me arrimé a ella. Confiaba en mi, o por lo menos, no le quedaba otra. Era lo más cercano a una amistad que podía aspirar. Y yo lo aprovechaba. Estudiaba cada movimiento, cada sentimiento, cada fractura de su corazón…cada vergüenza. La odiaba, la detestaba. Escurría hasta la última gota de mi desprecio. No había conocido hasta ese momento una persona tan humillante, tan espantosamente deshonrosa y aberrante cómo Carla Pimentel. Y sin embargo, disfrutaba de su insípida compañía.
El primer episodio que precedió el final fue el de los poemas. Marisabel, (voy a llamarla así aunque ahora puedo descubrir que su verdadero nombre era María Isabel…esto, de chico, es algo así cómo “feuasoma…” y todos los cantos patrios) fue una maestra demasiado avanzada o atrasada para su tiempo. Me vuelco a esta contradicción ya que me es imposible dilucidar su verdadero ser, solo poseo mi recuerdo infantil, lo que hace dudar muchísimo de su validez. Por momentos lloraba y en un suspiro ya estaba gritando. Odiaba y amaba tan efímeramente que el miedo a caer en su desgracia nos atormentaba. Nos sorprendía con pruebas, solicitudes y actividades a cada hora, a cada minuto. Acusaba a cualquiera de algún delito y nos complotaba en su contra. Manipulaba de tal forma, que nadie se sentía seguro de quien tenía a su lado, cualquiera podía ser espía de algo, o peor…de alguien. Uno de sus mayores divertimentos era alimentarnos ferozmente con poesías. En general, con uno de sus autores preferidos, Borges. Debíamos aprender los textos íntegros de memoria, para luego recitarlos de manera perfecta, con voz clara y uno por uno siguiendo la ubicación de los bancos, delante de todo el grado. Para Carla Pimentel, incapaz siquiera de leerlos con el manuscrito en mano, dicha tarea se tornaba azarosa y de alguna forma apocalíptica en toda su dimensión. Y ese día en particular, presentí que algo iba a ocurrir. Llegó con la mirada perdida en el suelo, cómo si no buscara la solución...o la salida. Estaba condenada. Y en lo más profundo de su ser, lo sabía. Todos lo sabían. Cuando inexorablemente las campanadas de la ejecución sonaron impiadosas, los murmullos de la muchedumbre se hicieron sentir cada vez más fuertes. “A ver, a ver chicos...silencio...Carla Pimentel”, decretó fría la verdugo. Repaso dolorido el momento y puedo sostener que las primeras palabras de Carla Pimentel se deslizaron sin sonido, cómo si debiera forzarlas a comunicar...empujándolas una a una al abismo ignoto de su destino. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lejana...alguien dejó caer el nombre...de un tal Jacinto Chiclana”, improvisó las primeras palabras del ilustre autor. Y el silencio fue muerte. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lejana...alguien dejó caer el nombre...de un tal Jacinto Chiclana”, insistió una sucumbida Carla Pimentel...pero luego...luego no había nada. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lej...”, la tercera se sucedió irritante para la paciencia de una Marisabel ya satisfecha. “Parece que Carla Pimentel no sabía que hay que estudiar todos los versos y estuvo todo el día para uno solo...no chicos?”... “Siiiii”, respondimos al unísono, riéndonos y burlándonos a la vez. Carla Pimentel solo abandonó la vista del frente para observarme un segundo. Con todo el dolor del alma reflejada en sus ojos comprobó mi traición, mi perfidia. Internamente, los dos sabíamos de mi cobardía.
El segundo episodio, que determinó su abandono de la primaria, y más tarde entendería, de mi vida para siempre, fue la del canario Pepe. Pepe era la mascota del grado. Todos lo queríamos, sin embargo, no sabíamos bien porqué. No era útil en absoluto. No cantaba, no jugaba, no volaba y ni siquiera nos ayudaba en las pruebas. Siempre en el fondo, asistía inmutable a todas nuestras peripecias escolares. Pero Pepe era muy importante para Marisabel. Era el elemento testigo que demostraba nuestra responsabilidad con la vida. Cada viernes, uno de nosotros era obligado a llevar a su casa a Pepe para devolverlo el Lunes, en impecables condiciones ante una maestra que, indiscreta, comprobaba que todas las facultades del animal permanecieran intactas. “Bueno chicos...este fin de semana le toca a alguien nuevo...a ver...si...Carla Pimentel”. Instantáneamente, todos nos fijamos en ella. Fue la única vez, y por supuesto la última, que vi cierto resplandor de esperanza iluminando su regordeta cara. Por fin podría demostrarlo todo. Llevaría al animal hasta su casa, lo cuidaría cómo si fuera su más preciada muñeca y lo traería brillante el Lunes a primera hora. Hasta pensó quizás en bañarlo, acicalarlo y darle un poco más de comida, ya que se notaba muy flaco. De inmediato abandonó la idea. No iba a tocarlo, mirarlo y ni siquiera respirarle cerca. Lo poseería inmaculado. Cuando el Lunes vi venir a Carla Pimentel custodiando a Pepe debo confesar me sentí aliviado. Sin embargo, había algo en su expresión que generaba desconfianza. “Hola Pepe!!!...mi amor...cómo te trató la familia Pimentel, bebé??”, preguntó Marisabel con una ternura incomprensible que se demostraba cada Lunes con la vuelta de su ocioso e improductivo animal. Y lo peor pasó. El canario, que hasta ese momento para todos nosotros era Pepe, cantó. “Este no es Pepe, Carla Pimentel...este no es Pepe....que hiciste con Pepe??!!....donde esta Pepe???...contestá Carla Pimentel?!?!!?”. Fue demasiado para una demacrada Carla Pimentel. No pudo evitar desmoronarse en lágrimas durante todo el día sin poder pronunciar palabras. Más tarde nos enteraríamos de la maliciosa jugada echada por el destino. Al parecer sus padres habían decidido, no hacía mucho tiempo y al verla tan infeliz, obsequiarle el gato que tanto quería de la casa de su tío-abuelo. Y no pudieron elegir momento más inoportuno para entregárselo que ese mismo fin de semana trágico. En un descuido el felino habría tirado la austera jaula de Pepe, y dejándolo al descubierto, decidió convertirlo en su almuerzo dominical. La exagerada (para los padres), reacción de Carla Pimentel ante semejante delito resolvió que le consiguieran casi inmediatamente uno nuevo. Desesperanzada y al borde de un ataque de pánico, Carla Pimentel escuchó a su padre. “Tomá Carla, mañana vas y llevas este...no le decís nada a nadie, te quedás calladita y nadie se va a dar cuenta”. Ese Lunes fue el último día de Carla Pimentel en la primaria. Jamás volvimos a saber de ella. Al tiempo, algunos chicos todavía comentaban extrañados, “viste...encima se hacía la tonta”. Colgado en la postergada pared del fondo, mientras tanto, el nuevo canario Tete cantó alegremente su insignificancia hasta fin de año.

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