Tuesday, March 01, 2005
Gula
“Lo que Carla Pimentel nunca pudo, es valorar sentimentalmente las cosas”, ratificaron sencillamente. Y así, Carla Pimentel quedó en la nebulosa de la gente sin alma ni corazón…perdida en el elixir de la vulgaridad. En mi forma de ver las cosas, estuvieron un poco exagerados, y si la hubiesen conocido más internamente, de seguro la perdonarían. Esto, puedo aseverarlo solo porqué son Católicos Apostólicos Romanos enarbolados en los estandartes de la piedad. De otra forma, o bien, de mi forma, la hubieran degollado y lanzado viva a los tiburones. Carla Pimentel era una chica de 12 años lo suficientemente fea cómo para espantar al Papa y a Rabí Netanyanuh juntos. Negra, gorda y sucia (en los pliegos del cuello siempre juntaba mugre, al igual que Verónica Lozano, otra sucia que siempre anda en patas). Sumado al rechazo de los chicos, encima cargaba con todos los dotes de una gran ignorante. En la primaria muy poca gente se le acercaba, de vez en cuando quizás algún aventurero osaba aproximarse lo indefectiblemente necesario para sacarle algún provecho. Pedirle un lápiz, un borratintas o un papel glacé, objetos obviamente jamás devueltos, fueron los favores más comunes. Creo haber sido el único, que sin intención (por lo menos material), me arrimé a ella. Confiaba en mi, o por lo menos, no le quedaba otra. Era lo más cercano a una amistad que podía aspirar. Y yo lo aprovechaba. Estudiaba cada movimiento, cada sentimiento, cada fractura de su corazón…cada vergüenza. La odiaba, la detestaba. Escurría hasta la última gota de mi desprecio. No había conocido hasta ese momento una persona tan humillante, tan espantosamente deshonrosa y aberrante cómo Carla Pimentel. Y sin embargo, disfrutaba de su insípida compañía.
El primer episodio que precedió el final fue el de los poemas. Marisabel, (voy a llamarla así aunque ahora puedo descubrir que su verdadero nombre era María Isabel…esto, de chico, es algo así cómo “feuasoma…” y todos los cantos patrios) fue una maestra demasiado avanzada o atrasada para su tiempo. Me vuelco a esta contradicción ya que me es imposible dilucidar su verdadero ser, solo poseo mi recuerdo infantil, lo que hace dudar muchísimo de su validez. Por momentos lloraba y en un suspiro ya estaba gritando. Odiaba y amaba tan efímeramente que el miedo a caer en su desgracia nos atormentaba. Nos sorprendía con pruebas, solicitudes y actividades a cada hora, a cada minuto. Acusaba a cualquiera de algún delito y nos complotaba en su contra. Manipulaba de tal forma, que nadie se sentía seguro de quien tenía a su lado, cualquiera podía ser espía de algo, o peor…de alguien. Uno de sus mayores divertimentos era alimentarnos ferozmente con poesías. En general, con uno de sus autores preferidos, Borges. Debíamos aprender los textos íntegros de memoria, para luego recitarlos de manera perfecta, con voz clara y uno por uno siguiendo la ubicación de los bancos, delante de todo el grado. Para Carla Pimentel, incapaz siquiera de leerlos con el manuscrito en mano, dicha tarea se tornaba azarosa y de alguna forma apocalíptica en toda su dimensión. Y ese día en particular, presentí que algo iba a ocurrir. Llegó con la mirada perdida en el suelo, cómo si no buscara la solución...o la salida. Estaba condenada. Y en lo más profundo de su ser, lo sabía. Todos lo sabían. Cuando inexorablemente las campanadas de la ejecución sonaron impiadosas, los murmullos de la muchedumbre se hicieron sentir cada vez más fuertes. “A ver, a ver chicos...silencio...Carla Pimentel”, decretó fría la verdugo. Repaso dolorido el momento y puedo sostener que las primeras palabras de Carla Pimentel se deslizaron sin sonido, cómo si debiera forzarlas a comunicar...empujándolas una a una al abismo ignoto de su destino. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lejana...alguien dejó caer el nombre...de un tal Jacinto Chiclana”, improvisó las primeras palabras del ilustre autor. Y el silencio fue muerte. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lejana...alguien dejó caer el nombre...de un tal Jacinto Chiclana”, insistió una sucumbida Carla Pimentel...pero luego...luego no había nada. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lej...”, la tercera se sucedió irritante para la paciencia de una Marisabel ya satisfecha. “Parece que Carla Pimentel no sabía que hay que estudiar todos los versos y estuvo todo el día para uno solo...no chicos?”... “Siiiii”, respondimos al unísono, riéndonos y burlándonos a la vez. Carla Pimentel solo abandonó la vista del frente para observarme un segundo. Con todo el dolor del alma reflejada en sus ojos comprobó mi traición, mi perfidia. Internamente, los dos sabíamos de mi cobardía.
El segundo episodio, que determinó su abandono de la primaria, y más tarde entendería, de mi vida para siempre, fue la del canario Pepe. Pepe era la mascota del grado. Todos lo queríamos, sin embargo, no sabíamos bien porqué. No era útil en absoluto. No cantaba, no jugaba, no volaba y ni siquiera nos ayudaba en las pruebas. Siempre en el fondo, asistía inmutable a todas nuestras peripecias escolares. Pero Pepe era muy importante para Marisabel. Era el elemento testigo que demostraba nuestra responsabilidad con la vida. Cada viernes, uno de nosotros era obligado a llevar a su casa a Pepe para devolverlo el Lunes, en impecables condiciones ante una maestra que, indiscreta, comprobaba que todas las facultades del animal permanecieran intactas. “Bueno chicos...este fin de semana le toca a alguien nuevo...a ver...si...Carla Pimentel”. Instantáneamente, todos nos fijamos en ella. Fue la única vez, y por supuesto la última, que vi cierto resplandor de esperanza iluminando su regordeta cara. Por fin podría demostrarlo todo. Llevaría al animal hasta su casa, lo cuidaría cómo si fuera su más preciada muñeca y lo traería brillante el Lunes a primera hora. Hasta pensó quizás en bañarlo, acicalarlo y darle un poco más de comida, ya que se notaba muy flaco. De inmediato abandonó la idea. No iba a tocarlo, mirarlo y ni siquiera respirarle cerca. Lo poseería inmaculado. Cuando el Lunes vi venir a Carla Pimentel custodiando a Pepe debo confesar me sentí aliviado. Sin embargo, había algo en su expresión que generaba desconfianza. “Hola Pepe!!!...mi amor...cómo te trató la familia Pimentel, bebé??”, preguntó Marisabel con una ternura incomprensible que se demostraba cada Lunes con la vuelta de su ocioso e improductivo animal. Y lo peor pasó. El canario, que hasta ese momento para todos nosotros era Pepe, cantó. “Este no es Pepe, Carla Pimentel...este no es Pepe....que hiciste con Pepe??!!....donde esta Pepe???...contestá Carla Pimentel?!?!!?”. Fue demasiado para una demacrada Carla Pimentel. No pudo evitar desmoronarse en lágrimas durante todo el día sin poder pronunciar palabras. Más tarde nos enteraríamos de la maliciosa jugada echada por el destino. Al parecer sus padres habían decidido, no hacía mucho tiempo y al verla tan infeliz, obsequiarle el gato que tanto quería de la casa de su tío-abuelo. Y no pudieron elegir momento más inoportuno para entregárselo que ese mismo fin de semana trágico. En un descuido el felino habría tirado la austera jaula de Pepe, y dejándolo al descubierto, decidió convertirlo en su almuerzo dominical. La exagerada (para los padres), reacción de Carla Pimentel ante semejante delito resolvió que le consiguieran casi inmediatamente uno nuevo. Desesperanzada y al borde de un ataque de pánico, Carla Pimentel escuchó a su padre. “Tomá Carla, mañana vas y llevas este...no le decís nada a nadie, te quedás calladita y nadie se va a dar cuenta”. Ese Lunes fue el último día de Carla Pimentel en la primaria. Jamás volvimos a saber de ella. Al tiempo, algunos chicos todavía comentaban extrañados, “viste...encima se hacía la tonta”. Colgado en la postergada pared del fondo, mientras tanto, el nuevo canario Tete cantó alegremente su insignificancia hasta fin de año.
El primer episodio que precedió el final fue el de los poemas. Marisabel, (voy a llamarla así aunque ahora puedo descubrir que su verdadero nombre era María Isabel…esto, de chico, es algo así cómo “feuasoma…” y todos los cantos patrios) fue una maestra demasiado avanzada o atrasada para su tiempo. Me vuelco a esta contradicción ya que me es imposible dilucidar su verdadero ser, solo poseo mi recuerdo infantil, lo que hace dudar muchísimo de su validez. Por momentos lloraba y en un suspiro ya estaba gritando. Odiaba y amaba tan efímeramente que el miedo a caer en su desgracia nos atormentaba. Nos sorprendía con pruebas, solicitudes y actividades a cada hora, a cada minuto. Acusaba a cualquiera de algún delito y nos complotaba en su contra. Manipulaba de tal forma, que nadie se sentía seguro de quien tenía a su lado, cualquiera podía ser espía de algo, o peor…de alguien. Uno de sus mayores divertimentos era alimentarnos ferozmente con poesías. En general, con uno de sus autores preferidos, Borges. Debíamos aprender los textos íntegros de memoria, para luego recitarlos de manera perfecta, con voz clara y uno por uno siguiendo la ubicación de los bancos, delante de todo el grado. Para Carla Pimentel, incapaz siquiera de leerlos con el manuscrito en mano, dicha tarea se tornaba azarosa y de alguna forma apocalíptica en toda su dimensión. Y ese día en particular, presentí que algo iba a ocurrir. Llegó con la mirada perdida en el suelo, cómo si no buscara la solución...o la salida. Estaba condenada. Y en lo más profundo de su ser, lo sabía. Todos lo sabían. Cuando inexorablemente las campanadas de la ejecución sonaron impiadosas, los murmullos de la muchedumbre se hicieron sentir cada vez más fuertes. “A ver, a ver chicos...silencio...Carla Pimentel”, decretó fría la verdugo. Repaso dolorido el momento y puedo sostener que las primeras palabras de Carla Pimentel se deslizaron sin sonido, cómo si debiera forzarlas a comunicar...empujándolas una a una al abismo ignoto de su destino. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lejana...alguien dejó caer el nombre...de un tal Jacinto Chiclana”, improvisó las primeras palabras del ilustre autor. Y el silencio fue muerte. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lejana...alguien dejó caer el nombre...de un tal Jacinto Chiclana”, insistió una sucumbida Carla Pimentel...pero luego...luego no había nada. “Recuerdo fue en Balvanera...en una noche lej...”, la tercera se sucedió irritante para la paciencia de una Marisabel ya satisfecha. “Parece que Carla Pimentel no sabía que hay que estudiar todos los versos y estuvo todo el día para uno solo...no chicos?”... “Siiiii”, respondimos al unísono, riéndonos y burlándonos a la vez. Carla Pimentel solo abandonó la vista del frente para observarme un segundo. Con todo el dolor del alma reflejada en sus ojos comprobó mi traición, mi perfidia. Internamente, los dos sabíamos de mi cobardía.
El segundo episodio, que determinó su abandono de la primaria, y más tarde entendería, de mi vida para siempre, fue la del canario Pepe. Pepe era la mascota del grado. Todos lo queríamos, sin embargo, no sabíamos bien porqué. No era útil en absoluto. No cantaba, no jugaba, no volaba y ni siquiera nos ayudaba en las pruebas. Siempre en el fondo, asistía inmutable a todas nuestras peripecias escolares. Pero Pepe era muy importante para Marisabel. Era el elemento testigo que demostraba nuestra responsabilidad con la vida. Cada viernes, uno de nosotros era obligado a llevar a su casa a Pepe para devolverlo el Lunes, en impecables condiciones ante una maestra que, indiscreta, comprobaba que todas las facultades del animal permanecieran intactas. “Bueno chicos...este fin de semana le toca a alguien nuevo...a ver...si...Carla Pimentel”. Instantáneamente, todos nos fijamos en ella. Fue la única vez, y por supuesto la última, que vi cierto resplandor de esperanza iluminando su regordeta cara. Por fin podría demostrarlo todo. Llevaría al animal hasta su casa, lo cuidaría cómo si fuera su más preciada muñeca y lo traería brillante el Lunes a primera hora. Hasta pensó quizás en bañarlo, acicalarlo y darle un poco más de comida, ya que se notaba muy flaco. De inmediato abandonó la idea. No iba a tocarlo, mirarlo y ni siquiera respirarle cerca. Lo poseería inmaculado. Cuando el Lunes vi venir a Carla Pimentel custodiando a Pepe debo confesar me sentí aliviado. Sin embargo, había algo en su expresión que generaba desconfianza. “Hola Pepe!!!...mi amor...cómo te trató la familia Pimentel, bebé??”, preguntó Marisabel con una ternura incomprensible que se demostraba cada Lunes con la vuelta de su ocioso e improductivo animal. Y lo peor pasó. El canario, que hasta ese momento para todos nosotros era Pepe, cantó. “Este no es Pepe, Carla Pimentel...este no es Pepe....que hiciste con Pepe??!!....donde esta Pepe???...contestá Carla Pimentel?!?!!?”. Fue demasiado para una demacrada Carla Pimentel. No pudo evitar desmoronarse en lágrimas durante todo el día sin poder pronunciar palabras. Más tarde nos enteraríamos de la maliciosa jugada echada por el destino. Al parecer sus padres habían decidido, no hacía mucho tiempo y al verla tan infeliz, obsequiarle el gato que tanto quería de la casa de su tío-abuelo. Y no pudieron elegir momento más inoportuno para entregárselo que ese mismo fin de semana trágico. En un descuido el felino habría tirado la austera jaula de Pepe, y dejándolo al descubierto, decidió convertirlo en su almuerzo dominical. La exagerada (para los padres), reacción de Carla Pimentel ante semejante delito resolvió que le consiguieran casi inmediatamente uno nuevo. Desesperanzada y al borde de un ataque de pánico, Carla Pimentel escuchó a su padre. “Tomá Carla, mañana vas y llevas este...no le decís nada a nadie, te quedás calladita y nadie se va a dar cuenta”. Ese Lunes fue el último día de Carla Pimentel en la primaria. Jamás volvimos a saber de ella. Al tiempo, algunos chicos todavía comentaban extrañados, “viste...encima se hacía la tonta”. Colgado en la postergada pared del fondo, mientras tanto, el nuevo canario Tete cantó alegremente su insignificancia hasta fin de año.