Thursday, March 17, 2005

 

Ira

“Cuando Eric Cantoná, jugador del Manchester United en ese momento, asestó una terrible patada voladora en la nariz de un estupefacto espectador”, dictaminó Pablo regocijándose con el recuerdo. Pero no. No podría incluir este hecho en la lista de “amos”. Seguramente el psicoanalista lo enmarañaría con sus propias palabras y descubriría con severidad la contradicción de su espontaneidad. “Un “amo” no debe provenir de un efecto del “odio”…el “amo” debe ser la extensión de una acción para el bien”, le aclararía el insignificante terapeuta, aún sabiendo que Pablo ya lo supondría. Quizás podría inventar una nueva lista, la lista de los odios “devenidos” en “amos”. Este pensamiento reconfortó a Pablo, quien sonrió astutamente distinguiendo la vulgaridad del juego.
Seis días después de la última sesión en la que el psicólogo sugirió que confeccionara las listas, enumerando las situaciones o momentos positivos y negativos que su vida haya experimentado, Pablo ya tenía ochenta y cuatro “odios”. Sin embargo, a minutos del nuevo encuentro, y encasillado en un tráfico feroz hacia el centro, no alcanzaba todavía manifestar ningún “amo”. Por lo menos, ninguno que lo satisfaga. Tenía el recuerdo, por ejemplo, del nacimiento de su sobrino, un día que supondría feliz para cualquiera. Pero Pablo no lograba quitarse la imagen de aquella regordeta enfermera que con un tono de voz irritante profesaba reglas y comportamientos al tiempo que chancleteaba por los pasillos del sanatorio. Era imposible no asociar al niño con esa impresentable persona que escupía cuando hablaba. “Ese es el problema”, pensó “...debería poder positivizar las cuestiones...tener el poder para seccionar los sucesos y convertirlos en únicos e irrepetibles”. Esta ansiosa reflexión, sin embargo, escapaba a la verdad de que Pablo era hábilmente capaz de convertir un “odio” en un “amo” y conseguir de esta forma la liviandad y seguridad que le produciría intuir que en lo más profundo de su ser continuaba odiando aquello que amaba. Se detuvo por enésima vez en un semáforo. Por la ventana del vehículo observó cómo cinco mentecatos de unos doce o trece años correteaban y reían sin razón alguna, cómo si hubiesen dedicado al mundo una espléndida travesura. Tomó la lista de “odios” que había depositado en el asiento del acompañante y escribió serenamente. “85- Odio las banditas de nenes de 12 años, creen que son muy piolas, van por la vida pensando que lo que hacen es muy inteligente y pícaro, sin darse cuenta de la deformidad que los otros notamos en su crecimiento, sin advertir lo débil que se ven cuando tienen la cabeza más grande que el cuerpo y un pie más chico que el otro”. Lentamente la presión de no encontrar un “amo” comenzó a asfixiarlo a medida que se acercaba a su destino. Sintió lástima de si mismo al verse cómo un crío frente al maestro ensayando una excusa inútil. Era imperioso divisar alguno lo antes posible. En vano releyó sus “odios” para comprobar si existía la posibilidad de transformar alguno y que pasara por un “amo”. Imposible. “12- Odio la gente que cuando llueve y tiene paraguas camina por debajo de los techitos”, “33- Odio los semi-pelados que dejan su pelo largo y se hacen colita, son inconformistas”. Súbitamente recordó que le gustaban mucho los ponys... “eso...los ponys siempre son tan dóciles y...”, un limpiavidrios callejero se abalanzó sobre el auto al tiempo que desistía de la tenaz negativa de Pablo para que no lo hiciera. “Che che...te dije que no, sos sordo?... “ehhh loco unas monedas nada más yo no te falté el respeto...peor si te estuviera robando”... “Querés monedas tomá, tomá”, replicó Pablo mientras enfurecido lanzaba un billete de cinco pesos a los pies del limpiavidrios... “...ahí tenés billetes, pero no me jodas, no me toques el vidrio”. Hubiera preferido que le robe. Por lo menos eso habría sido más digno para Pablo. Ni por un instante dudó en adherirlo a la lista de “odios”, su mísera existencia no lo merecía. Arrancó intempestivo sin siquiera mirarlo. “En que estaba?...mi “amo”...ah! si...los ponys...no, que ponys ni que ponys...”. Alguna vez creyó que le gustaban los ponys. Luego, no pudo dilucidar una cuestión que al descubrirla fue atormentándolo poco a poco. Los ponys eran caballos enanos o una raza al margen que llamaron ponys?. El hecho es que si fueran caballos enanos, porqué la necesidad de llamarlos ponys?. A los seres humanos que son enanos los llaman enanos, no les dicen “fofis”, la desgracia de ser un enano no quita la veracidad única de que finalmente pertenecen a la raza humana. Algo intentaban encubrir al llamarlos ponys y no caballos enanos, y hasta no poder descifrar este incoherente enigma era lógicamente inadmisible que constaran en la lista de “amos”. Estacionó el auto y caminó pocas cuadras hasta el sombrío y antiguo edificio. Prefirió subir por escaleras los dos pisos, ya que fueron interminables los eternos segundos que un decrépito anciano desperdició al intentar abrir la puerta del ascensor. Ni en sus sueños imaginaba lo fastidioso que hubiese sido, que en algún momento, aquel hombre disparara la idea de dirigirle la palabra para un seguro comentario intrascendente. Antes de llamar a la puerta, Pablo contempló sigiloso la única lista que traía en mano. Destapó el capuchón de la birome, y esta vez vencido ensayó una última línea. “86- Odio la inexistente lista de “amos”.


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