Thursday, March 24, 2005
Elvis y el metafísico
Sin embargo, casi siempre lleva el ceño fruncido. Cómo si fuera su insignia. Resigna tanto tiempo de su existencia a esta figura, que ya se le han precipitado desinhibidos dos profundos surcos en medio de la frente, al comienzo de la nariz. Al menos a mi, y muy a pesar de su peculiar excentricidad, desde un principio me cayó bien. Nos presentaron no hace mucho tiempo en una fiesta de disfraces y debo confesar que su atuendo era el que más resaltaba. Vestía de empanada, pero no de una simple empanada, era la empanada de “solo empanadas”. Caminó hacia mi zanjando el núcleo de gente con la tranquilidad de una persona confiada de si misma. Saludando a cada paso, levantando su graciosa mano enguantada. “Me lo chafé de mi ex laburo, me gusta quedarme con algún souvenir cada vez que me echan”, me confesó lo más cerca del oído que su traje pudo permitirle, y al instante ya se había esfumado. Cuando lo divisé nuevamente bajaba las escaleras en calzoncillos, patillas y un jopo al mejor estilo Elvis. Envuelto en aplausos, arriesgué preguntar al que tenía más cerca el porqué de aquella actitud... “Lo que pasa es que es metafísico”, respondió serio y austero. Aunque no lo crean, y al comprobar lo grotesco de la situación, era la explicación más me cerraba en ese momento. Hasta llegó a parecerme lo bastante lógica y medida cómo para incorporarme y aplaudir también. Al tiempo ya nos encontrábamos seguido, obviamente, siempre bajo el ala de alguna excusa anormal. Su nombre es Héctor Galarza, amante de Elvis y la metafísica.
Cree fervorosamente en la reencarnación, y aunque todavía no ha podido dilucidar quien fue él en una vida pasada, posee algún indicio. En un tiempo, un chamán metafísico intentó amedrentarlo con la idea de que había sido solo un ignorado poblador Europeo. Héctor deshecho este agravio aludiendo a la verdad única de que él jamás podría haber sido un poblador Europeo. Sentía en su alma la sangre indígena, dolor y sufrimiento. Y para apoyar aún más este ambicioso pronostico, muestra orgulloso en su tobillo una amorfa mancha de nacimiento, en la cual para él, sin lugar a dudas, se ve la imagen de un oso americano rojo cazado por dos indios sedentarios que ríen con el trofeo. Héctor también cree que Elvis a reencarnado en un Taunus Ghía. Descorazonado lo busca incansable en cualquier calle de Buenos Aires. Caminando un Domingo, y mientras discurríamos en banalidades, súbitamente emprendió una desesperada carrera gritando y profesando tantos delirios que la gente atemorizada se hacía a un lado. Lo alcancé tres cuadras más adelante, exhausto y con los ojos desorbitados... “Era Elvis...te lo juro...era Elvis”... “Quien?”, pregunté incrédulo, “El Taunus bordó...me di cuenta por cómo sacaba el humo del caño”. Esa fue la última vez que se refirió a la reencarnación de Elvis. Por momentos, y en muy contadas ocasiones, puedo sorprenderlo pispiando algún Taunus. Enseguida, sin embargo, prefiere relajarse nuevamente en sus pensamientos.
La noche de su cumpleaños me llamó alarmado solicitándome encarecidamente que fuera a su casa de manera inmediata. Por el tono de voz lo noté preocupado. Cuando llegué, me abrió la puerta con su mejor calzoncillo, un slip rosa “bebé” que solo usaba en ocasiones especiales. También llevaba las patillas y el pelo más engominado que de costumbre, cómo si se preparara para una fiesta. “Pasá...pasá, tengo que contarte algo”. En su relato, no ahorró lujo en detalles. Comenzó su monólogo recordándome que siempre, para el día de su cumpleaños, se “manda” un viaje astral. Esto para él es cómo un regalito personal. Y lo que había ocurrido hace instantes lo rememoraría por siempre. Al parecer, y mientras su yo sixtudimensional se divertía cabalgando en unicornio por sobre las múltiples variaciones ecuatoriales, se le apareció el mismísimo diablo. Amotinado en su reino de penumbras, Lucifer no tuvo mejor idea que interrumpir su elixir para amordazarlo con especulaciones. “Héctor...así que Héctor el matafísico”... “Si...ese soy yo”, susurró tímidamente Héctor. “Decime algo, Héctor el metafísico, crees en el infierno?... “No...”, rebatió, y confiado desembocó en el razonamiento, “Yo creo en la reencarnación y en la mejora del alma a partir del conocimiento que nos proporciona las infinitas vidas”. “Pero Héctor, explicame que peor infierno hay que vivir eternamente?”. Cuando terminó de relatarme la vivencia, palideció cómo si todavía la estuviese encarnando. “Entendés?...entendés lo que esto significa?”... “Algo”, respondí intentando acompañarlo en la aventura, “Cómo algo???...no entendés?...estamos rodeados, nos tienen cercados!!..el diablo también es sofista!”. Me propuse sofocar un poco su excitación alejándolo de su infausto, e insistiendo en que interprete dos sueños recurrentes que hace tiempo hostigaban mi descanso. Héctor adora interpretar sueños, se sabe un erudito en el tema, y no miente en aclarar que todo lo aprendido es gracias a su maestro Yosef. Fue él quien abrió su mente a los parámetros del inconsciente. En el primero, le conté, me encuentro en un partido de fútbol, pero todavía no ha empezado. Están los jugadores, la pelota, el referí y el estado del césped es óptimo. Sin embargo, a mi siempre me falta algo. Ya sea una media, un botín o una canillera. En muchas ocasiones, por ejemplo, también me resulta trabajoso el solo hecho de atarme los cordones. Cuando por fin estoy listo, y todo está dispuesto para que la pelota comience a rodar, se termina el sueño. En el segundo, estoy solo, en una habitación blanca con un teléfono. Intento marcar la característica cinco, ocho, dos, pero cuando ya pulsé el ocho y quiero hacerlo con el dos, nunca logro darle. Cómo por arte de magia el dedo se dirige al tres, al cuatro o al nueve. Cómo si estuviese encerrado en un enigma magnético. Al terminar, Héctor, que imperturbable había escuchado atentamente cada detalle, se desplomó abatido en el sillón de pana y juntó sus dos manos contra la boca cómo si estuviese rezando. Sus ojos me embistieron inescrupulosos y lentamente frunció el ceño. “Coitos interruptus” injirió indubitable al tiempo que relajándose abandonaba la actitud de rezo y rascaba su ingle por debajo del slip.
Cree fervorosamente en la reencarnación, y aunque todavía no ha podido dilucidar quien fue él en una vida pasada, posee algún indicio. En un tiempo, un chamán metafísico intentó amedrentarlo con la idea de que había sido solo un ignorado poblador Europeo. Héctor deshecho este agravio aludiendo a la verdad única de que él jamás podría haber sido un poblador Europeo. Sentía en su alma la sangre indígena, dolor y sufrimiento. Y para apoyar aún más este ambicioso pronostico, muestra orgulloso en su tobillo una amorfa mancha de nacimiento, en la cual para él, sin lugar a dudas, se ve la imagen de un oso americano rojo cazado por dos indios sedentarios que ríen con el trofeo. Héctor también cree que Elvis a reencarnado en un Taunus Ghía. Descorazonado lo busca incansable en cualquier calle de Buenos Aires. Caminando un Domingo, y mientras discurríamos en banalidades, súbitamente emprendió una desesperada carrera gritando y profesando tantos delirios que la gente atemorizada se hacía a un lado. Lo alcancé tres cuadras más adelante, exhausto y con los ojos desorbitados... “Era Elvis...te lo juro...era Elvis”... “Quien?”, pregunté incrédulo, “El Taunus bordó...me di cuenta por cómo sacaba el humo del caño”. Esa fue la última vez que se refirió a la reencarnación de Elvis. Por momentos, y en muy contadas ocasiones, puedo sorprenderlo pispiando algún Taunus. Enseguida, sin embargo, prefiere relajarse nuevamente en sus pensamientos.
La noche de su cumpleaños me llamó alarmado solicitándome encarecidamente que fuera a su casa de manera inmediata. Por el tono de voz lo noté preocupado. Cuando llegué, me abrió la puerta con su mejor calzoncillo, un slip rosa “bebé” que solo usaba en ocasiones especiales. También llevaba las patillas y el pelo más engominado que de costumbre, cómo si se preparara para una fiesta. “Pasá...pasá, tengo que contarte algo”. En su relato, no ahorró lujo en detalles. Comenzó su monólogo recordándome que siempre, para el día de su cumpleaños, se “manda” un viaje astral. Esto para él es cómo un regalito personal. Y lo que había ocurrido hace instantes lo rememoraría por siempre. Al parecer, y mientras su yo sixtudimensional se divertía cabalgando en unicornio por sobre las múltiples variaciones ecuatoriales, se le apareció el mismísimo diablo. Amotinado en su reino de penumbras, Lucifer no tuvo mejor idea que interrumpir su elixir para amordazarlo con especulaciones. “Héctor...así que Héctor el matafísico”... “Si...ese soy yo”, susurró tímidamente Héctor. “Decime algo, Héctor el metafísico, crees en el infierno?... “No...”, rebatió, y confiado desembocó en el razonamiento, “Yo creo en la reencarnación y en la mejora del alma a partir del conocimiento que nos proporciona las infinitas vidas”. “Pero Héctor, explicame que peor infierno hay que vivir eternamente?”. Cuando terminó de relatarme la vivencia, palideció cómo si todavía la estuviese encarnando. “Entendés?...entendés lo que esto significa?”... “Algo”, respondí intentando acompañarlo en la aventura, “Cómo algo???...no entendés?...estamos rodeados, nos tienen cercados!!..el diablo también es sofista!”. Me propuse sofocar un poco su excitación alejándolo de su infausto, e insistiendo en que interprete dos sueños recurrentes que hace tiempo hostigaban mi descanso. Héctor adora interpretar sueños, se sabe un erudito en el tema, y no miente en aclarar que todo lo aprendido es gracias a su maestro Yosef. Fue él quien abrió su mente a los parámetros del inconsciente. En el primero, le conté, me encuentro en un partido de fútbol, pero todavía no ha empezado. Están los jugadores, la pelota, el referí y el estado del césped es óptimo. Sin embargo, a mi siempre me falta algo. Ya sea una media, un botín o una canillera. En muchas ocasiones, por ejemplo, también me resulta trabajoso el solo hecho de atarme los cordones. Cuando por fin estoy listo, y todo está dispuesto para que la pelota comience a rodar, se termina el sueño. En el segundo, estoy solo, en una habitación blanca con un teléfono. Intento marcar la característica cinco, ocho, dos, pero cuando ya pulsé el ocho y quiero hacerlo con el dos, nunca logro darle. Cómo por arte de magia el dedo se dirige al tres, al cuatro o al nueve. Cómo si estuviese encerrado en un enigma magnético. Al terminar, Héctor, que imperturbable había escuchado atentamente cada detalle, se desplomó abatido en el sillón de pana y juntó sus dos manos contra la boca cómo si estuviese rezando. Sus ojos me embistieron inescrupulosos y lentamente frunció el ceño. “Coitos interruptus” injirió indubitable al tiempo que relajándose abandonaba la actitud de rezo y rascaba su ingle por debajo del slip.