Tuesday, February 22, 2005

 

Pereza

Es de vital importancia trasladarme retrospectivamente en mis reflexiones para aclarar ciertos aspectos de mi yo actual.
- Nací un Lunes a las 2 de la tarde (Quizás, pienso en este momento, este pequeño detalle se involucre estrechamente con mi necesidad casi natural de asesinar dicho día. Calculo debe ser algo así cómo el instinto de supervivencia que tienen los animales cuando nacen. Cómo cuando el cachorro arriesga ganar un lugar en el pecho de la madre a pesar de que dicho accionar desemboque directamente en la muerte de su hermano. Sencillamente un lazo instintivo que todavía mantengo). A los 10 meses de embarazo, dejé que mi mamá terminara de almorzar, tomara sus cosas y lentamente se dirija al sanatorio. Salí en un suspiro y sin llorar, cómo si todavía estuviera dormido. El médico, en un primer momento, pensó que estaba muerto... después de 30 años, al verme, muchos de ellos todavía piensan lo mismo.*
- Amé al chupete más que a mi vida. Instigado por mis padres, que no soportaron mi adicción, fui a visitar a Carlitos Balá. A la semana de un lloriqueo masivo, cual sindicalista conseguí mi objetivo... chupete nuevo. “Dejalo...ya lo va a dejar solo”, explicó un comprensivo padre, “solo...claro, cómo no lo voy a dejar”, pensé y ante la atónita mirada de mis dos progenitores balbuceé en un impreciso castellano “ma...pa...mirá”, al tiempo que lanzaba mi apegado amor a la basura. Luego de temblar abstinente durante dos días en mi cuna y jurando y perjurando nunca más volver a hacer una locura semejante, sentencié revolver en la escoria hogareña. Obviamente no lo encontré, y esta vez no hubo presión sindical que hiciera claudicar los intereses empresariales de mis viejos. Ese día comprendí algo muy importante, que las decisiones propias muchas veces son jodidas y definitivas. Hoy, entiendo que a lo largo de mi vida muchas veces tiré cosas a la basura...pero cómo dice Calamaro, siempre “vuelvo y revuelvo”. Es esa facultad infinita que poseo para añorar y sufrir la nostalgia.
- A la edad de 8 o 9 años, no recuerdo bien, tropecé con una inapelable verdad social. No podía seguir con el biberón. Mi madre, llegado el momento, tuvo que cortar el pico de goma, engrosándolo de tal manera que pudiera salir el liquido necesario y satisfactorio requerido por una boca de bebé entrado a niño. El orificio normal se había resuelto angosto para semejante ser. Recuerdo pintorescas anécdotas vergonzosas referidas al tema. Por ejemplo, era muy común que me invitaran a tomar la leche a lo de un amigo y que el objetivo final de dicha cita no se cumpliera. Nunca tomaba la leche. Madres indignadas consultaban a mi casa el porqué de mi negativa, “No...es que todavía toma en mamadera”, disparaban imprudentemente mis tutores carnales, incapaces de vislumbrar el bochorno que eso me generaba, “ah...mmm, creo que tengo alguna mamadera perdida por ahí...quiere que le ponga la leche adentro?”, “...noooo, no se preocupe...el tiene acá la de Bambi y no toma en otra que no sea esta”. Incalificable.
- En una época tuve cuatro lindos dientes delanteros de leche. Las dos paletas superiores e inferiores. El problema era que desvergonzadamente los definitivos habían crecido detrás. Duros cómo rocas, los lecheros no tenían en sus planes viajar con los ratones en mucho tiempo, y yo lo sufría espantosamente. Chicos y chicas maliciosamente me llamaban “Drácula”, mote que sin embargo me valió el don de ser un tipo misterioso. Esto, excluyendo todo el misterio que puede encapotar un nene de 11 años. Un día mi abuela polaca sorprendida exclamó en imperfecto idish-polaco-alemán-español-árabe-sirio, “Este chico no puede tener esa boca!”, y me llevó al dentista engañado en una “simple consulta”. Me sacaron los cuatro dientes a la vez, y con los dedos mentolados, el dentista corrió con fuerza hacia delante los definitivos. No pude pronunciar palabra en una semana. Poco me importó, ya no hablaba mucho y de esta forma por lo menos tenía una excusa.
- Por mi parte, lo llamo “el arte de abandonar”. Cuando el único psicólogo que consulté alguna vez dictaminó “maníaco depresivo con frecuente ciclotimia manifiesta”, olvidó agregar también, “...y tendencias abandónicas”. Abandonar lo considero uno de mis fuertes. He abandonado estudios, deportes, hobbies, trabajos, amores, desamores, muebles, comidas, tradiciones, adicciones, Iglesias, Templos, amigos y amigas. En muchos casos, he llegado a abandonarme hasta a mi mismo. Uno de mis abandonos que más risueñamente visita mi memoria, solo por inmaduro y sorpresivo, fue el de taekwondo. Lo dejé a los 14 años, siendo rojo punta negro, y a meses de dar el examen para consagrarme en el arte marcial. “Ahora vas a dejar de ir??”, increpó abatido mi padre, “Si...que?...no me gusta más...que?...me aburre”.**

* Cuando nació mi hermano, los primeros meses era tan negro que parecía un santiagueño. Venía gratis con el bolsito para bañarse después de trabajar en la obra. Mis padres siempre dudaron de él, pero yo nunca dije nada. Al tercero siempre le mentimos, asegurando que lo habíamos comprado a unos gitanos en una feria de Mataderos. Esta brillante idea fue del santiagueño. Ahora puedo darme cuenta que, de los tres, él es el más parecido a mis viejos.
** Apreciaba mucho a mi profesor de taekwondo. Se llamaba Javier Dakak y tenía una cierta fijación en mi. No podría asegurar que fuera algo sexual, de hecho, dudo mucho que lo fuera. A mi mamá le parecía un hombre muy buen mozo, o por lo menos eso comentaba con sus amigas. Una vez, con cierto temor a la respuesta, le confesé mis deseos más ocultos. “Javier...quiero que seas mi papá”. No debe haber entendido mi aspiración porqué solo sonrió bondadosamente. Lo que nunca supo, es que solo dos veces deseé que algún otro fuera mi papá. Una, a él...en ese momento mi superhéroe de las artes marciales Javier Dakak, la otra, a un sudoroso mozo de una cantina maloliente y mugrosa que solitario me regaló compasivo una medida más de vodka. Creo, sin pudor de fallarle a mi memoria, jamás haber sabido su nombre.


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