Monday, February 14, 2005
Orgullo
Soy despiadado e insolente….una peste. Cuando los Lunes me levanto a la mañana, mis primeras palabras son “Me quiero morir”…y no es un deseo, es un pedido de auxilio. Sin embargo, hay un común en la gente que me conoce por primera vez…les caigo bien, me sonrien, inspiro una confianza medida. Estimo, debe ser mi cara de bonachón, de personaje anecdótico. Me convierto en confidente a los pocos días y los escucho sin escuchar. Aborrezco su soltura y su franqueza, su lealtad inquebrantable…su exasperada necesidad de tener un fiel reflejo de la bondad y la humanidad. Y yo no soy apacible ni bondadoso y cómo humano, considero, de los más defectuosos. No tardan en darse cuenta y entonces abandonan su actitud, se convierten en animales heridos en su naturaleza…defienden su territorio de manera aún más férrea, sangrantes debido al mortal desengaño. Caminando por la calle una vez, me pidieron un cigarrillo. Recorría la adolescencia, un camino arduo del que ya venía lastimado. Naturalmente le convidé un Jockey Club. Al verlos y mientras encendía uno, el hombre de unos treinta años me dijo “uuuuu….Jockey…yo antes fumaba esto, pero después te das cuenta”. No le pregunté de que me “iba a dar cuenta”, tampoco me importaba en ese momento. Ahora fumo Lucky Strike, y creo haberme dado cuenta de algo. No en detalle, pero si de lo que insinuaba. Y yo soy cómo un Jockey Club…al menos para el común de la gente.
Desde los seis años jugué al tenis. Amaba ese deporte, y sin ser modesto lo practicaba muy bien. Junto a Pérez Roldan y el “Luli” Mancini, eramos las promesas más importantes de Argentina. Posedor de un drive exquisito, me desenvolví en gran forma durante diferentes torneos a los cuales concurría con mi padre. Supe pelearme con árbitros, linemans, rivales, público, cancha y viento. Muchas veces lloré, reí y grité. Cuando la teoría moral del deporte dice que no se debe tirar la pelota al cuerpo, yo lo hacía. Cuando esta misma dice que ante cualquier jugada fortuita uno debe deshacerse en disculpas ante su rival, yo no lo hacía. Era un ente maléfico con raqueta. Era orgulloso y desdeñoso…pedante hasta el hartazgo. Era ampliamente superior a todos. Y estaba seguro de eso. Cuando me atacaban, contraatacaba impetuoso. Cuando se defendían, corriendo, sudando y sangrando, los ajusticiaba impiadoso. Ninguna pelota era difícil, nada era imposible…todo lo que deseaba lo obtenía. Y si alguna vez no podía ganar, mi misión era lograr que mi intento por hacerlo supere en notoriedad a la del contrincante. De esta forma, nadie se sentiría completo al vencerme. Abandoné el tenis. Pero hoy creo, es el momento en mi vida en que me doy cuenta de que esa época fue la primera y única vez que sentí por fin cómo es ser bueno en algo. Cómo es ser popular… que te elijan primero en el pan y queso. Que un imbécil, minúsculo mental e irresoluto quiera ser cómo vos. Que un cualquiera, en un determinado momento, se aventure a proclamar sin dudas,”él es extraordinario”. En uno de mis último torneos y ya advertido por el juez, rompí la raqueta luego de una desdichada jugada. Me sacó un punto en el game siguiente, pero eso jamás me molestó. Soy creyente de que todos los jueces no pueden impartir justicia. Y esto lo digo para cualquier deporte. Hay algunos que no tienen el sentido común para hacerlo, y estoy siempre dispuesto a sacrificarme por la causa. Cuando terminó el partido, no recuerdo el vencedor, mi papá se acercó y severamente, casi arañándome el oído con su voz, me dijo, “así que rompés raquetas ahora?...quien te crees que sos?...Lendl?”. Me di vuelta para observar su cara e instantáneamente me fulminó con fuego los ojos. Tuve que bajar la vista. En ese momento caí en la cuenta de que no, obviamente no era Iván Lendl. Dudo mucho de que a Iván Lendl lo rete su papá, en un torneo y frente a cien personas. Al menos cuesta imaginárselo.
Volví a jugar esporádicamente. En general juego con mi papá, en un lugar donde solo juegan personas mayores. Y me divierto. Hacer correr a un decrépito de lado a lado tiene su gracia. Mientras se desvive intentando llegar a una pelota que jamás llegará, si uno observa detenidamente, puede notarse cómo se deforma su cara en una mueca de desazón. No discute ni clama, solo queda arrodillado exhausto y rendido ante los abatares del destino. En ese mismo lugar me encontré jugando dobles con el “Tano” Fasini , un amigo de él, que a simple vista denotaba ochenta años, y mi viejo. Naturalmente decidí hacer pareja con el Tano. Siempre que juego con mi papá la cosa termina caliente y seguramente me divertiría mucho más haciendo correr al viejo de ochenta y escuchando la ronquera voz del Tano alentándome. En un primer momento fue una de las experiencias más vibrantes de mi vida. Un periodista de la estirpe del Tano estudiando mi juego…y no solo el análisis, sino comparando mi habilidad con la de infinitos jugadores que había visto. No lo podía creer, me temblaban las piernas. En la primera pelota del partido, el viejo de ochenta me sirve una obvia masita a la que me deslizo cómo puedo entre la baba y mis ganas de pegarle cómo un animal. Le entré cómo antes. Un sablazo que desacopló todos los huesos del ochenteno en un intento inútil y peligroso por llegar. Pero más lindo fue lo que experimenté segundos después del golpe. “Que lindo fierrazo pibe”, mimó el Tano….y yo, casi lo abrazo. En la segunda o tercer pelota, le tocó definir al Tano. Fue preparando el revés cómo los que saben. Y yo por dentro pensaba…”jaja…van a ver ahora cómo le da mi compañero…el Tano”. Y el Tano le dio… pero con el marco. Disimulada, la pelota alcanzó suplicando clemencia la red. “Bien igual Tano, bien igual “, alenté…”peeeeeeero que cosa”, se excusó sin excusa al tiempo que negaba con la cabeza. Resultaría tedioso desarrollar cada punto del partido. Basta con decir que no solo una vez el tano le pegó con el canto. La verdad es que lo hizo todo el cotejo. Perdimos. Y creo que hay dos razones. Una, el Tano es periodista. Dos, fui pretencioso. Me desanimo fácilmente cuando mi mundo imaginativo se diluye en una realidad apocalíptica. Cuando terminamos, el viejo nos invitó a tomar algo. Le expliqué muy brevemente que estaba apurado, y que teníamos que irnos lo antes posible. Mi papá no reparó en dudas. Conoce exactamente cómo me pongo cuando pierdo. Una vez que llegué a mi casa, encendí el televisor. Estaba jugando Agassi contra un clasificado. No tenía idea de que torneo era, pero comentaba Bonadeo. Serenamente fui hasta el placard, saqué la marihuana y fumé toda la tarde.
Desde los seis años jugué al tenis. Amaba ese deporte, y sin ser modesto lo practicaba muy bien. Junto a Pérez Roldan y el “Luli” Mancini, eramos las promesas más importantes de Argentina. Posedor de un drive exquisito, me desenvolví en gran forma durante diferentes torneos a los cuales concurría con mi padre. Supe pelearme con árbitros, linemans, rivales, público, cancha y viento. Muchas veces lloré, reí y grité. Cuando la teoría moral del deporte dice que no se debe tirar la pelota al cuerpo, yo lo hacía. Cuando esta misma dice que ante cualquier jugada fortuita uno debe deshacerse en disculpas ante su rival, yo no lo hacía. Era un ente maléfico con raqueta. Era orgulloso y desdeñoso…pedante hasta el hartazgo. Era ampliamente superior a todos. Y estaba seguro de eso. Cuando me atacaban, contraatacaba impetuoso. Cuando se defendían, corriendo, sudando y sangrando, los ajusticiaba impiadoso. Ninguna pelota era difícil, nada era imposible…todo lo que deseaba lo obtenía. Y si alguna vez no podía ganar, mi misión era lograr que mi intento por hacerlo supere en notoriedad a la del contrincante. De esta forma, nadie se sentiría completo al vencerme. Abandoné el tenis. Pero hoy creo, es el momento en mi vida en que me doy cuenta de que esa época fue la primera y única vez que sentí por fin cómo es ser bueno en algo. Cómo es ser popular… que te elijan primero en el pan y queso. Que un imbécil, minúsculo mental e irresoluto quiera ser cómo vos. Que un cualquiera, en un determinado momento, se aventure a proclamar sin dudas,”él es extraordinario”. En uno de mis último torneos y ya advertido por el juez, rompí la raqueta luego de una desdichada jugada. Me sacó un punto en el game siguiente, pero eso jamás me molestó. Soy creyente de que todos los jueces no pueden impartir justicia. Y esto lo digo para cualquier deporte. Hay algunos que no tienen el sentido común para hacerlo, y estoy siempre dispuesto a sacrificarme por la causa. Cuando terminó el partido, no recuerdo el vencedor, mi papá se acercó y severamente, casi arañándome el oído con su voz, me dijo, “así que rompés raquetas ahora?...quien te crees que sos?...Lendl?”. Me di vuelta para observar su cara e instantáneamente me fulminó con fuego los ojos. Tuve que bajar la vista. En ese momento caí en la cuenta de que no, obviamente no era Iván Lendl. Dudo mucho de que a Iván Lendl lo rete su papá, en un torneo y frente a cien personas. Al menos cuesta imaginárselo.
Volví a jugar esporádicamente. En general juego con mi papá, en un lugar donde solo juegan personas mayores. Y me divierto. Hacer correr a un decrépito de lado a lado tiene su gracia. Mientras se desvive intentando llegar a una pelota que jamás llegará, si uno observa detenidamente, puede notarse cómo se deforma su cara en una mueca de desazón. No discute ni clama, solo queda arrodillado exhausto y rendido ante los abatares del destino. En ese mismo lugar me encontré jugando dobles con el “Tano” Fasini , un amigo de él, que a simple vista denotaba ochenta años, y mi viejo. Naturalmente decidí hacer pareja con el Tano. Siempre que juego con mi papá la cosa termina caliente y seguramente me divertiría mucho más haciendo correr al viejo de ochenta y escuchando la ronquera voz del Tano alentándome. En un primer momento fue una de las experiencias más vibrantes de mi vida. Un periodista de la estirpe del Tano estudiando mi juego…y no solo el análisis, sino comparando mi habilidad con la de infinitos jugadores que había visto. No lo podía creer, me temblaban las piernas. En la primera pelota del partido, el viejo de ochenta me sirve una obvia masita a la que me deslizo cómo puedo entre la baba y mis ganas de pegarle cómo un animal. Le entré cómo antes. Un sablazo que desacopló todos los huesos del ochenteno en un intento inútil y peligroso por llegar. Pero más lindo fue lo que experimenté segundos después del golpe. “Que lindo fierrazo pibe”, mimó el Tano….y yo, casi lo abrazo. En la segunda o tercer pelota, le tocó definir al Tano. Fue preparando el revés cómo los que saben. Y yo por dentro pensaba…”jaja…van a ver ahora cómo le da mi compañero…el Tano”. Y el Tano le dio… pero con el marco. Disimulada, la pelota alcanzó suplicando clemencia la red. “Bien igual Tano, bien igual “, alenté…”peeeeeeero que cosa”, se excusó sin excusa al tiempo que negaba con la cabeza. Resultaría tedioso desarrollar cada punto del partido. Basta con decir que no solo una vez el tano le pegó con el canto. La verdad es que lo hizo todo el cotejo. Perdimos. Y creo que hay dos razones. Una, el Tano es periodista. Dos, fui pretencioso. Me desanimo fácilmente cuando mi mundo imaginativo se diluye en una realidad apocalíptica. Cuando terminamos, el viejo nos invitó a tomar algo. Le expliqué muy brevemente que estaba apurado, y que teníamos que irnos lo antes posible. Mi papá no reparó en dudas. Conoce exactamente cómo me pongo cuando pierdo. Una vez que llegué a mi casa, encendí el televisor. Estaba jugando Agassi contra un clasificado. No tenía idea de que torneo era, pero comentaba Bonadeo. Serenamente fui hasta el placard, saqué la marihuana y fumé toda la tarde.