Thursday, February 10, 2005

 

Esas pequeñas cosas

Me desperté intuyendo que todo iba a salir mal pero al final estuve exagerado. De entrada sentí un zumbido mal humorado que, no contento con quedarse en zumbido, apostó más alto dándome un pequeño pero certero golpecito en el oído. Sobresaltado, salto de la cama para comprobar que la culpable de tal nefasto atentado era una polilla vasca fumando pipa. Sin preguntarme nada, me acompañó al baño y relajada osó posarse en el espejo. Le dediqué un par de odios mientras me lavaba los dientes. Ya en el trabajo, el segundo ataque quedó a cargo de una libélula gigante. Primero me tocó la mano. Cuando ya la tenía controlada con la vista arriesgó a rozarme el cuello. Después, contradiciendo toda lógica natural del más fuerte se come al más débil, se mandó directamente a la cara mientras en vano intentaba golpearla con mis torpes dotes boxísticos. Llegó a tantearme el cachete, lo que casi le vale un vómito tempranero. A la tarde estuve cerca de la muerte. Una avispa de tamaño considerable comenzó a coquetear con mi zapatilla. La avispa era naranja...jamás vi una igual. Pensé que si era tan arriesgada para andar por la vida de naranja probablemente tenía con que aguantar. Además, cómo el naranja es un color de moda, deduje que era bastante celosa del que dirán. Por lo cual, era muy probable que tomara a mal cualquier movimiento brusco que hiciera. Nos quedamos los dos quietos durante largos minutos. Yo, intentando respirar lo indispensable, ella...calculo que descubriendo que mi zapatilla con vivos naranjas era demasiado pesada y grande para llevarla a la cama. En la vuelta a casa se vinieron al humo veinte mosquitos murgueros. Uno más borracho que el otro... el olor a alcohol que emanaban era insoportable. Uno de ellos, el más bardero, me picó en el antebrazo. El gil del redoblante lo intentó en el cuello, pero fue su último carnaval. Lo incrusté en la piel con bombo y todo. Los otros, para su fortuna, lograron huir despavoridos por Nicasio Oroño.
Científicos muy respetados han concluido en que si los insectos tuviesen nuestro tamaño, por fuerza, rapidez e instinto, dominarían el mundo. Yo quiero confiarles, distinguidos eruditos, que en mi mundo ellos dominan en cualquier formato que se presenten. Les temo. Y no es una simple fobia. Es un terror natural. Cómo el terror de la gacela cuando escapa del león. Son, sencillamente, mis depredadores en el círculo de la muerte y supervivencia. Y aún más perniciosos y perversos son los que pueden volar. Impredecibles pueden moverse a velocidades que no imaginamos... maniobrar tan hábilmente hasta dejarnos en ridículo. Algunos, con cientos de ojos que perciben en miles de direcciones, en miles de ángulos y en millones de perspectivas. Su mundo es simple y fugaz...y al no tener tiempo para reflexionar en circunstancias, solo se remiten a la acción.
Sentado, cierta vez, en el zaguán de una casa me entretuve con un bicho raro que estando de espaldas intentaba inútilmente darse vuelta. El insecto era verde, llevaba cómo camuflaje un destacado traje de hoja y, a mi parecer, nadaba espalda sobre el pavimento. Con atención perseguía cada movimiento para no perderme de nada. Disfrutaba su desgracia. Cada tanto, el minúsculo se detenía, retomaba energía y continuaba. No quería que muriera, por lo menos no antes de que yo descubriera cuales eran sus sensaciones en ese aterrador momento. Dichoso, una ramita que ninguno de los dos entrevió le acercó la solución. Vuelto todo a la normalidad, la imperceptible miniatura comenzó a moverse con total orgullo. Con tanta fe en si mismo que muchos lo tildarían de agrandado. A cinco metros de su resurrección, el impiadoso bastón de un viejo lo aplastó. Cómo pudo haber tenido tanta mala suerte de que lo prensara el bastón y no el pie?. El viejo seguramente moriría a la noche, al día siguiente o al siguiente mes, y nunca se enteraría de que había suprimido a una inservible asquerosidad después del esfuerzo de su vida por mantenerse en el mundo. Por mi parte, yo prefiero no acampar. Tampoco me siento en el suelo. La naturaleza puede darnos mucho, pero suele quitarnos aún más. Y esto, aunque los de Green Peace digan lo contrario.




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